Chopin tenía 19 años cuando se enamoró platónicamente de Konstancja. Era aún estudiante y llevaba sus últimos cursos en el Conservatorio de Varsovia. Bastante joven, pero ya una celebridad.
Ese año había tocado en el teatro de Vienna sus variaciones sobre una ópera de Mozart (que Schumann, al leer y probar la partitura, escribió "¡Sombreros al aire, caballeros, un genio!") e iba a palacios de condes y princesas a regañadientes. Chopin odiaba tocar en público.
En Viena, cuando lo entrevistaron, declaró:
"Mi objetivo es crear buena música, no deleitar a la gente".
Cuando volvió a Varsovia, se enamoró.
Era tan tímido que nunca pudo confesarle su amor a Konstancja, con ese halo de pesimismo alrededor al verla rodeada de pretendientes.
Un domingo, confiesa, ella cruzó miradas con él. Chopin se sintió tan consternado que abandonó rápidamente la iglesia y se tropezó en la calle. Mareado, decía a la gente que un perro había pasado entre sus piernas y por eso había perdido el balance. Había creado para entonces solo un rondo, y nada más.
Ese amor platónico impulsaría su talento.
Una mañana, al ver a Konstancja pasar por el conservatorio, volvió a su cuarto enamorado. Compuso este vals que solo sería publicado cinco años después de su muerte, una partitura escondida en la casa de su viejo amigo por décadas.
Chopin se la envió ese mismo día por correo, confesándole el amor que sentía por Konstancja.
"Es un infortunio haber encontrado a mi amor ideal, haber servido a ese sentimiento fielmente durante seis meses, aunque ser incapaz de confesárselo; por quién sueño, quién inspiró esta mañana el vals que te envío".
Es una pieza melancólicamente sublime, alegremente esperanzadora. Una de sus primeras.
Cuando la escuchen en Spotify, recuerden que la compuso en un día, a los 19 años, mientras miraba por la ventana al primer amor de su vida.