Iquitos: una ciudad novelesca
Una ciudad novelesca como ninguna otra ciudad novelesca. El escritor francés Jean Echenoz señaló que Iquitos era una ciudad tan peculiar que se dijo: “Tengo que ponerla en un libro. Yo no creo demasiado en ciudades novelescas, pero aquello era demasiado”. Jean Echenoz caminó por la ciudad novelesca y utilizó esa experiencia para que su narrador de ‘Al piano’, el reputado pianista Max Delmarc, deambulara por sus calles como si atravesara el purgatorio.
Nada más adecuado que pensar en una ciudad novelesca como una ciudad de expiación.
Iquitos es una isla, rodeada de un río inmenso e inconmensurable, una isla porque vaya uno a donde vaya se cruzará con agua dulce y tibia, con lanchas y peque peques, con hombres al sol y niños en la playa, con sirenas y gallinazos y mitos. Una ciudad que afrontó conflictos y guerras contra tres países, que sufrió considerables luchas internas y hasta le crearon por algunos meses una moneda propia. Isla, sí; ciudad, sí. Como obsequio, le otorgaron en 1897 una casa Eiffel traída desde París; también, un hotel de tres pisos y mirador revisados por un discípulo de Gaudí, con azulejos italianos y hierros alemanes; un teatro (no como el teatro de la ópera de Manaos, pero teatro al fin y al cabo) al que llamaron Alhambra y en que alguna vez deslumbrara la actriz Sara Bernhardt; un colegio masculino de la orden agustiniana y uno femenino de la orden franciscana. Dentro de su peculiaridad, tuvo como alcalde un alemán nazi que gobernó en dos oportunidades antes de que lo deportaran en plena Segunda Guerra Mundial. En sus dominios se produjeron y denunciaron abusos contra indígenas en las casas caucheras y además vio con desgarro y frustración cómo aquel esplendor que había comenzado a florecer de un momento a otro, de un siglo a otro, de una época a otra, se iba apagando dentro de sus entrañas rápidamente, una fluida sangre que brotó de sus muñecas sin socorro y ante la inclemencia del sol y la lluvia y el arco iris (porque en las ciudades novelescas, como sabrán, todo sucede junto o no sucede).
Aún hoy brilla la casa Eiffel, uno de los tantos modelos industriales que el mismo Gustave Eiffel diseñó y exhibió en la Exposición Internacional de París de 1889, pero es uno de los pocos establecimientos que se mantienen en pie y que emanan el aroma nostálgico de la época del caucho que se vivió en Iquitos. Cuenta la historia que el cauchero Vaca Diez llegó a la isla en los primeros meses de 1897 y que, luego de percatarse de las dificultades que conllevaría el traslado de su casa de fierro de la ciudad a Bolivia, se la vendió al cauchero Anselmo del Águila, sin sospechar que meses después moriría ahogado junto a Fermín Fitzcarrald en las aguas del río Urubamba. Cuenta la historia (y uno puede ser todavía testigo de ello) que aquella casa de fierro salvada del olvido se ensambló en la esquina de la calle Próspero y Putumayo, a pocos pasos de la Plaza de armas, y que dicho armazón de metal se convirtió de inmediato en el símbolo tangible del apogeo económico que primara desde fines del siglo XIX hasta los primeros años del siglo XX.
Aún hoy brilla la casa Eiffel, aunque ahora gobierne en su interior una botica farmacéutica o un pequeño stand de souvenirs amazónicos, aunque a tres pasos una larga fila de diarios limeños y regionales obstruya el paso y uno que otro individuo nos invite a capturar nuestro rostro en una fotografía tamaño carné. Y brilla porque en las noches, desde su segundo piso, desde aquel restaurante donde uno tiene la oportunidad de ver la plaza de Armas y el incontenible movimiento motorizado (como alguna vez lo hiciera Julio C. Arana luego de formar la Peruvian Amazon Company o Vaca Diez antes de morir ahogado), se puede sentar solo o en compañía, pedir una bebida afrodisiaca o un plato exótico y contemplarse a sí mismo a través de la ciudad. Desde allí el armazón de hierro se ve contrastado por el único hotel de cinco estrellas, el Hotel Plaza y su alta pared de vidrios-espejos, ahí donde antes deleitara la soprano Blanca Antony o la actriz Sara Bernhardt, ahí donde antes se aglomerara la gente para observar un espectáculo cultural luego de cenar.
Cuenta la historia (y este es otro de sus secretos) que el 24 de diciembre de 1911 arribó a la isla una numerosa Compañía de Opereta y Zarzuela española, luego de haber zarpado desde Lisboa en un vapor de la Booth Line, haberse negado a pisar tierra en Manaos porque la peste del vómito negro se había propagado en el pueblo y, finalmente, haber sufrido la muerte de un integrante en su periplo a través del Amazonas. Y aun así, al día siguiente, a vísperas de Nochebuena, se corrió el telón del teatro Alhambra para la interpretación de la opereta El conde de Luxemburgo ante un público extasiado y multitudinario (como lo cuenta la historia y lo describen los textos) que aplaudió, sí, y silbó, no, para la contrariedad de una de las artistas que se anonadó porque en su país una silbatina era señal de reproche.
—No, mujer, acá se acostumbra aplaudir con silbidos también —la rescató del desmayo el inspector de espectáculos de la municipalidad, consciente de que en una ciudad novelesca silbidos y aplausos han convivido desde siempre.
Aquella compañía de cincuenta integrantes se quedó en la ciudad alrededor de seis meses, desde diciembre de 1911 hasta junio de 1912, y realizó con éxito cerca de ciento cincuenta interpretaciones, entre óperas, dramas, comedias. No se volvió a repetir algo similar. Incluso puede que 1912 haya sido el año más novelesco de esta ciudad novelesca. Mientras la gente se habituaba asistir cada noche a un estreno artístico, los obreros culminaban la construcción de un esplendoroso hotel art noveau. Diez días después de darle la despedida en el muelle a la compañía española, se inauguraba el Hotel Palace a orillas del Amazonas, construido por el magnate Otoniel Vela. No hubo duda alguna. El Palace se convirtió de inmediato en uno de los principales hoteles del país, uno de los más lujosos de la época. Antes de que ocurriera la crisis del caucho, en 1914, sus habitaciones sirvieron de refugio a incontables comerciantes peruanos y extranjeros. Pero a raíz del desfalco económico entró en decadencia. Vela vendió la propiedad a la familia Israel y esta al Ministerio de Guerra. Obvio, no hay ciudad novelesca que no tenga un poder militar enclaustrado en una obra de arte. Por eso ya no brilla el hotel Palace, sus azulejos se han ido deteriorando con el transcurso del tiempo y por la inclemencia de las lluvias y la desidia estatal, incluso van desapareciendo de las paredes como un rompecabezas olvidado, y a nuestros ojos nos llega un mirador desolado, unas puertas carcomidas y unos cuantos soldados uniformados custodiando el edificio. En 1912, a parte de la Compañía de Opereta y Zarzuela y la inauguración del Hotel Palace, asumió por primera vez la alcaldía Emilio Strassberger, ciudadano alemán y representante del Banco Alemán Transatlántico, que también gobernó entre los años de 1924 y 1925, y fue deportado mientras asumía el cargo de cónsul debido a sus simpatías con el gobierno nazi durante la II Guerra Mundial. En 1912, también, arribaron el cónsul norteamericano y el cónsul inglés para corroborar las denuncias que se habían formulado en Inglaterra sobre los abusos de la Peruvian Amazon Company contra sus trabajadores indígenas. Está claro, 1912 fue el año novelesco, fue el esplendor del declive: se exportó alrededor de 1 millón 150 mil libras esterlinas, actuaron artistas españoles en el Alhambra durante seis meses, se inauguró el hotel Palace, se eligió un ciudadano alemán en el buró de la alcaldía, arribaron dos cónsules para navegar junto al cauchero Julio C. Arana, libras esterlinas por aquí, libras esterlinas por allá, vapores de la Booth Line directos desde Europa trayendo mercadería y migrantes, azulejos italianos, ladrillos ingleses, hierro alemán, y llevando, cómo no, caucho, harto caucho, dos millones de goma elástica para el mundo. Iquitos era el Perú. ¿Y qué pasó? La historia puede resumirse superficialmente así: se produjo látex a menor precio en territorios como Malasia y ya para 1914 el precio final del caucho bajó a nivel mundial. En un cerrar de ojos, el Amazonas dejó de convertirse en el puente del mundo, y nuestra ciudad novelesca se vio obligada a reinventar otra historia para sí misma.
A la caída del caucho siguieron rebeliones civiles, como la del capitán Guillermo Cervantes en contra del gobierno de Leguía, que emitió cheques propios conocidos como las libras peruanas y en cuyo dorso se leía “Cheque provisional, de circulación forzosa, emitido con la garantía de la deuda del Estado, rentas fiscales y departamentales”. Y a las rebeliones se sumaron los conflictos armados contra Ecuador y Colombia, la pérdida de territorios y el resarcimiento de la gente y el origen de más rebeliones. Hoy en día, la ineficacia del gobierno central continúa siendo impulsor de protestas y paros (me animo a decir que, como en ningún otro pueblo, este es el que más paros realiza a lo largo del año). En 1998, por ejemplo, la ciudad ardió en llamas. En contra del Acuerdo de Paz con Ecuador firmado en el gobierno de Fujimori, se organizó una marcha que culminó con el Palacio de Justicia ardiendo de pies a cabeza, al igual que la Dirección regional de pesquería y la SUNAT. Esa noche mi ciudad fue el infierno. A pocos pasos de mi casa, llantas quemadas en medio de la pista iluminando la infinita noche con una multitud de gente enardecida; a pocas cuadras, un edificio consumiéndose por el fuego (dos días después, mientras recorría la ciudad, recuerdo que quedé impactado por cómo lucía el Palacio de Justicia, pues daba la impresión de haber sido bombardeado). Atacaron no solo construcciones estatales sino también las viviendas de los congresistas afines al gobierno y las tiendas comerciales de la calle Próspero. El caos fue absoluto, imparable, vergonzoso, por más frustrada que se sintiera la gente con la labor del Estado, por más que gritaran en medio de la marcha ‘Abajo la corrupción’ o ‘Fuente ovejuna, hermanos’. Y yo me preguntaba qué eran de aquellos militares que se habían atrincherado en una obra de arte como el Hotel Palace, de aquellos soldados que conviven con sus rifles en las manos bajo el marco de la puerta, cuidando o protegiendo o simplemente como muestra de represión. Aparecieron en la medianoche, cuando ya todo se había consumado, cuando del cielo comenzó a caer una garúa que fue apagando las llamas y a la una imperó un apagón eléctrico. Por supuesto, en cualquier ciudad es imposible imaginar un poder militar en la periferia; la represión está en el centro, al lado del boulevard y las fiestas, al lado la biblioteca y los colegios, al lado de uno mismo. Pero en aquel 1998 nada de eso existió. Si la noche duraba 72 horas, se habría incendiado la ciudad entera.
Una situación menor la viví hace unos meses, cuando regresé después de cinco años. Había decidido tomarme otra tarde leyendo en la biblioteca amazónica que queda al lado del Ministerio de educación, al frente del Malecón Tarapacá y a orillas de Amazonas. Cada vez que me dirigía a la biblioteca, debía observar un número considerable de profesores que, echados en el malecón y cubiertos del sol por una carpa, esperaban algo que los sacara de esa modorra e inercia. Aquella tarde, como hace tres días, pasé al lado de esos profesores, a quienes vi más exacerbados que antes, entré a la biblioteca, subí al segundo piso, solicité un par de libros y comencé a leer. En la biblioteca, como siempre, no había nadie más que yo. Diez minutos después se dio inicio a la trifulca. Oí gritos e insultos. Cuando me acerqué a observar desde el balcón, un grupo de personas intentaba ingresar a la fuerza al local del ministerio y otro intentaba impedírselo. La bibliotecaria, una señora de pelo corto y amable y que también se había acercado al balcón a observar el pleito, me advirtió:
—Hijo, es mejor que te vayas, ahorita van a lanzar bombas lacrimógenas y vamos a tener que cerrar y salir.
Los hombres luchaban entre sí y las mujeres se insultaban mutuamente. Atisbé la escena cinco minutos hasta que de la esquina surgieron los agentes policiales. La comisaría quedaba a la vuelta. Así que, sin más opción, me despedí, dejé los libros y bajé, escabulléndome entre los hombres de la discordia. Recuerdo que me fui furioso porque otra vez se repetía el mismo capítulo de siempre. Pasé por la comisaría, un tanto movida por lo que ocurría en el Ministerio de educación, y a la cuadra siguiente ingresé a una bodega y pedí una inka cola. El dueño, al momento de pagar el precio, me entregó un volante. Y en el volante se leía la invocación para un paro regional de tres días. ‘¡Tres días!’, recuerdo que me dije, asombrado de que la gente se tomara semejantes vacaciones.
El paro se llevó a cabo, pero sin que yo estuviese presente. Se ha hecho una mala costumbre protestar deteniendo el movimiento comercial y económico de la ciudad. Si uno osa abrir su tienda o salir en su vehículo, se corre el riesgo de que saquen el puesto o lo tumben del vehículo y además pinchen las llantas. Como los policías también aprovechan la inamovilidad laboral, el poder lo ostentan los hombres de torso desnudo que llevan palos de caña brava en las manos para reprimir a aquel que no acate el paro.
Oh, la ciudad novelesca.
Pero como en toda ciudad debe existir alguien que escriba sobre ella, recuerdo que en mi último viaje contemplé de nuevo aquel hombre que, a través de la ventana de medio arco de su vivienda, escribía en su escritorio, alumbrado por la tenue luz amarilla de una lámpara y rodeado de libros encima de otros. No se me viene a la mente ninguna urbe que exhiba un escritor en pleno proceso creativo. Esa es la imagen más grata que evoco de mi adolescencia. Quizá la imagen con la que trato de quedarme siempre cuando recuerdo mi pasado. Si uno se dirige por la calle Napo, a pocas casas de la Plaza de armas, podrá visualizar un hombre alto y delgado sentado en un escritorio y completamente abstraído con su máquina de escribir. Todos en la ciudad lo han visto. Todos en la ciudad saben que hay un escritor que quizá sea el escritor de la ciudad novelesca, el que urde y desteje las situaciones disímiles que suceden en un pueblo como este. Ahora ya sé que se trata del antropólogo Jorge Gasché, un profesional a carta cabal y varios estudios amazónicos a cuestas, pero desde mi infancia hasta hace unos meses me pregunté quién era. Mi casa quedaba (todavía queda) a una cuadra de la suya, y cuando pasaba por su vivienda lo veía con curiosidad y misterio, sobretodo me preguntaba cómo podía abstraerse de la gente que iba de un lado a otro de la calle sin que se distrajera. Porque cuando yo lo miraba, estaba con los ojos puestos en el papel de la máquina de escribir o en el papel de un libro, y daba la impresión de que nada más existía la historia que iba contando a través de su imaginación. Si lo hubiese visto Echenoz, me digo. Y aunque sigan pasando los años sé que seguirá escribiendo dentro de la ciudad novelesca. Una ciudad que sufre los avatares de la distancia y la falta de conexión terrestre y la ausencia eficaz del gobierno. Y sé que, al igual que yo, habrá otros muchachos que lo observen con fascinación e incredulidad, porque ante el frenesí de las motos y las marchas y los paros y las lluvias y los incendios, habrá alguien que se detenga a pensar y leer y escribir, y nos escribirá a todos, aunque sea en el imaginario popular.